Por Gabriel Fernández
Anoche vimos The Majestic. Al igual que El Testaferro, es una película que vale observar hoy en la Argentina. Da cuenta del hondo impacto del macartismo en los Estados Unidos, y aunque intenta esperanzar hacia el final –uno también brindaría salidas en una obra local- refleja con intensidad cómo se doblegó a una sociedad.
Porqué decimos esto. En la película protagonizada por Jim Carrey y Laurie Holden, se pone de manifiesto el absurdo que resulta del miedo impuesto: toda una comunidad pidiendo disculpas por pensar, y sus miembros aclarando a cada paso que no son comunistas o antiamericanos. Cambiemos las dos palabras por militante y kirchnerista, y hallaremos el presente argentino.
Al ver la obra surge rápida la comparación. Los grandes medios hoy son más efectivos que un jurado a la que te criaste como el armado durante el macartismo; entonces la misma presión se despliega desde diarios, webs y sobre todo radios y pantallas. Es nítido: si toda una sociedad tiene que pedir disculpas por pensar… llega un punto en que anula el pensamiento.
Eso ha ocurrido en los Estados Unidos y así arruinaron un pueblo creativo y luchador que en la primera mitad del siglo XX tuvo importantes elaboraciones políticas y grandes movimientos sindicales. De tanto aclarar que si decían tal cosa no significaba que fueran comunistas, los norteamericanos terminaron por no aclarar nada y dejar la política en manos del Departamento de Estado.
El planteo es simple: todo razonamiento destinado a mejorar el panorama de un país se asienta sobre los beneficios sociales destinados a ampliar el mercado interno y dinamizar la producción. En el país del Norte el poder financiero puso en marcha un gigantesco dispositivo a través del Poder Judicial, los agentes de inteligencia y los medios, para caracterizar como “socializante” cualquier iniciativa en esa dirección.
De hecho persisten en ese accionar condenando iniciativas moderadas sobre salud, educación y derechos civiles como si se trataran de la antesala de una república soviética. Esa filosofía oscura se ha expandido por América latina; todos vemos a diario los esfuerzos comunicacionales para explicar enrevesadamente que lo que beneficia a pueblos enteros está mal. El lineamiento editorial de la Sociedad Interamericana de Prensa se asienta allí, y desde La Nación hasta CNN lo ratifican a diario.
Se trata del modelo cultural que se expande en la Argentina actual y esta puntualización viene a cuento debido a los riesgos de sus resultados. A alguien se lo puede despedir acusándolo de ñoqui por haber sido contratado por el gobierno de Cristina. Una convocatoria es devaluada pues surge del “kirchnerismo”. La adhesión a un proyecto es hostigada porque nace de la militancia.
Frente a esto no cabe desmarcarse. Aún cuando haya diferencias internas, cuando el embate es tan potente como el actual, es preciso Ser todo lo que no quieren que seamos. Militantes, kirchneristas, peronistas, hasta progresistas si eso les molesta. Chavistas. Es preciso no confundir los debates internos –ustedes saben que sí los planteamos- con esta ofensiva.
La derivación del macartismo en la sociedad estadounidense no ha sido otra que la disolución de lazos solidarios y conceptos transformadores hasta configurar una pléyade de individuos paranoicos que necesitan demostrar no estar ligados a los musulmanes, a los terroristas, a los ladrones, a los latinos, a quien en cada instancia el poder designe como rival a destruir.
El derrumbe del potencial productivo norteamericano, el hundimiento europeo, ambos en manos de la hegemonía del capital financiero, desdicen la hipótesis de un avance conservador sobre el conjunto del planeta. Una gran cantidad de países emergentes han adoptado otras premisas de desarrollo, y para construirlas resulta preciso debatir política. Saben –sabemos al menos la mitad de los argentinos-, que mientras mejor, mejor. Que no importa si una propuesta de alza salarial y contención es “socialista”, “peronista”, “populista”. Lo que interesa es que beneficia a la región que la aplica.
Necesitamos reivindicar el carácter de militante de todo el que desee tener una adscripción política. Basta de tonterías sobre si un dibujo animado es “político” o si un periodista tiene un “relato”. Basta de tonterías sobre si un empleado público está afiliado a un sindicato o si un investigador en su muro critica al gobierno.
No ceder en el ejercicio de esa obligación popular (la acción política ciudadana no es apenas un derecho) implica también dejar de tratar de caer bien a un segmento social que necesita creer que los que se juegan “cobran” por hacerlo. Tal criterio es psicológicamente autodefensivo, propio de quienes jamás cooperaron con nada ni nadie y dejaron que la vida transitara a sus lados sin rasparlos. El ladrón cree que los demás son de su misma condición. No se les ocurriría hacer algo por el bien común: desean pensar que quienes lo hacen, reciben prebendas.
Es preciso decir Si, pienso esto y agárrame la pija macrista de mierda, porque de otro modo vamos a perder una partida estratégica, de la que no se vuelve. ¿Militante? Por supuesto, a ver si se piensan que somos personas a las cuales el destino de la Nación les importa un carajo. La patria debe seguir siendo un peligro que florece. Esa frase la señaló un gran escritor militante nacional y popular: Leopoldo Marechal. Vale recordarla, hoy.
Director La Señal Medios / Area Periodística Radio Gráfica