Por
Gabriel Fernández *
La MEMORIA POLÍTICA de una sociedad tiene tres movimientos básicos: la admisión o
reconocimiento de la existencia de un pasado, la crítica del mismo y la
aplicación de experiencias en el accionar presente. Su interrelación se
despliega como proceso y esa continuidad fortalece el hacer de un pueblo porque
la historia es política y la política es, siempre, presente en proyección.
Desmembramos nuestros antecedentes para analizarlos mejor, o tal vez para
resignificarlos a la luz de ansiedades y necesidades actuales, pero no debemos
olvidar su integralidad; no tanto, o no sólo porque somos lo que hemos sido,
sino, y especialmente, para romper persistencias negativas.
Es inevitable que los pasos hacia la constitución
de una memoria política colectiva se agolpen y superpongan; mientras
reconocemos, criticamos; mientras aplicamos lo aprendido, miramos hacia atrás.
Y así, pese al tono sobrio de las investigaciones, lo ocurrido la semana
pasada, el debate de esta tarde y el acto de mañana, tiñen con su impronta
urgente el estudio de décadas precedentes. Vale estar precavido de ello
–Rodolfo Walsh decía que al leer un texto hay que recordar que el autor siempre
está debatiendo con alguien-, pero en modo alguno avergonzado; la honestidad
intelectual, la rigurosidad, el posicionamiento social, pueden operar contra el
exceso de inmediatismo. Pero sobre todo, y disculpen los historiadores
profesionales, bienvenida la funcionalidad que nos permite ser conscientes de
protagonizar momentos hilvanados, tramas extensas, de poseer puntos de partida,
de elaborar políticas sin pedalear en el aire.
Hoy necesitamos anular los mecanismos que durante
años nos impidieron aceptar la existencia de luchas populares en los 50, 60 y
70. Movimientos masivos han sido reducidos a grupos de amigos en un café,
vertientes con vasto consenso social han sido caracterizadas como núcleos
descolgados de sus realidades, hechos con raigambre en intereses hondos han
sido presentados como ajenos al sentir popular, militantes que resultaron fruto
de una inversión cultural colectiva han sido rebajados a individualidades
ambiciosas que disponían de la vida ajena. Ernesto Che Guevara ha sido
presentado como un exabrupto de la historia americana.
Pero también necesitamos la crítica de lo actuado.
El rechazo a la devaluación o a la declaración de inexistencia, nos viene
presionando hacia una reivindicación a libro cerrado que sólo convoca a la
reiteración; la cuestión es grave, precisamente porque la reiteración no
resulta posible aún cuando esa sea la intención explícita de los protagonistas.
Además, la carga es fuerte: en lugar de constituirse en opción reivindicable a
superar, la gesta anterior puede transformarse en modelo opresivo para las
nuevas generaciones; altares con santos perfectos inigualables que observan y
sentencian: ustedes jamás harán algo mejor. Si la admisión y la reivindicación
no son seguidas por la crítica, ¿para qué la historia? Sin continuidad, nuestro
origen es la nada –con todo lo que ello implica-, sin ruptura, el pasado se
cristaliza y se presume eterno, esteriliza proyectos, desvaloriza lo mejor: el
tener que inventar todos los días una nueva política popular.
Como nuestra preocupación es el futuro y como los
indicios perceptibles en el tramo que nos toca vivir permiten inferir el valor
que tendrá la recuperación histórica en marcha, trazamos un paralelismo que,
por lo señalado anteriormente, lejos de identificar épocas advierte sobre la
seriedad de la tarea emprendida: el renovado interés por estos temas está
generando conceptualizaciones que son, a la historia oficial –con su carga
dosdemoníaca-, lo que el revisionismo forjista fue a la historia mitrista. La
afirmación preanuncia, quizás temerariamente, acción política. Mas en su
trasfondo habla de aciertos y errores a tomar en cuenta en la difícil labor
historiográfica. Sobre todo porque, guste o no, lo que “quede” en la sociedad
estará relacionado con el trazo grueso impuesto por los medios de comunicación.
Vale entonces apuntar, a favor de aquel
revisionismo, la identificación (desde la historia) del enemigo del pueblo,
sintetizado en los conceptos oligarquía e imperialismo. Y es válido
reivindicarlo pues, lejos de las simplificaciones, los análisis más importantes
dan cuenta de funcionamientos detallados y consecuencias prácticas sobre la
política y la vida popular. Los casos notables de Raúl Scalabrini Ortiz al
abordar las características de los capitales ingleses en esta región, de Manuel
Ortiz Pereyra primero y Arturo Jauretche después al considerar las secuelas
culturales de la dependencia y su conversión en factores de realimentación de
la misma, de Juan José Hernández Arregui más adelante al brindar pautas para la
desarticulación de la falsedad histórica inserta en la cotidianeidad política,
son algunos ejemplos a tomar en cuenta para comprender la eficacia de una labor
teórico práctica con incidencia en movimientos masivos.
Al mismo tiempo, cabe precaverse del anverso
evidente: en esa misma labor, con el afán por trazar tajos decisivos en la
historia argentina que pudieran trascender hasta el presente, se forjó un
panteón de héroes que no siempre daban la medida –el caso de Juan Manuel de
Rosas es paradigmático-. Y se redujo la compleja maraña de intereses locales e
internacionales que coadyuvaban a la opresión –las potentes consignas ideadas
por Jauretche no siempre contenían las indagatorias económicas de Scalabrini-
al promover una visión “etapista” que buscaba aliados en sectores que, por su
lugar social, no estaban dispuestos a colaborar con el despliegue de los
intereses populares de fondo y preferían su propia subordinación antes que una
transformación social que obligara a barajar y dar de nuevo.
Ahora bien, con todo, el resultado fue fructífero.
Tanto, que el proceso de “formación de la conciencia nacional” y social sólo
pudo ser interrumpido por el más impresionante dispositivo terrorista que se
recuerde. Hay dos hombres, dos dirigentes populares que condensan en sus
historias personales y políticas ese rápido camino hacia la autonomía: John
William Cooke y Agustín Tosco. Pensamiento en acción, desde el peronismo
revolucionario y el socialismo trazaron rumbos confluyentes cuyas presencias en
el razonar colectivo se extendieron más allá de sus vidas. Ambos, como otros,
se referenciaban en el Che, considerándolo símbolo concreto integrador del
conjunto de luchas latinoamericanas, ejemplo vital por encima de una
metodología determinada, portavoz de premisas que ordenan con sencillez un
cúmulo de interrogantes prácticos: política de principios, la mejor política.
El golpe de Estado de marzo de 1976, aunque uno de
sus objetivos fuera el aniquilamiento de las organizaciones armadas, tuvo como
razón de ser, junto a la reubicación exigida por un nuevo período imperialista,
el corte abrupto del proceso de maduración social registrado, cuyas aristas más
salientes podían detectarse en el dinamismo político de la clase trabajadora y
la juventud. De ahí la trascendencia que otorgamos a la recuperación histórica
presente: bien puede agotarse en el estudio de dos grandes formaciones
revolucionarias, como si hubieran surgido de la nada y como si su derivación
lógica resultara el militarismo, o bien puede tomar en cuenta el conjunto del
pensar y el hacer popular a lo largo de tres décadas con la diversidad de
aportes concretados.
No es lo mismo, para la política popular argentina
del tiempo actual, arrancar del modelo de pensamiento que llevó al pase a la
clandestinidad o a la realización de acciones militares en los albores de un
período institucional, que partir del gesto histórico de independencia que
significaron las coordinadoras sindicales de base o las movilizaciones
juveniles unitarias, donde peronistas y socialistas subordinaban parcialmente
identidades partidarias –sin desdeñarlas- a una pertenencia y un
posicionamiento social cuyas definiciones se asentaban en lo más hondo de los
intereses materiales de un pueblo. Lo que es más, una reivindicación justa de
Montoneros y del Partido Revolucionario de los Trabajadores bien puede contener
las perspectivas de crecimiento y desarrollo teórico práctica de la franjas
importantes de esas organizaciones. Quebrar hoy el círculo vicioso de la
desesperanza implica también fisurar esa tendencia interpretativa que campea en
muchos análisis: “la experiencia de los 70 tenía que terminar así”. Entre la
descalificación absoluta y la reafirmación fundamentalista hay más vínculos de
lo que solemos pensar.
No está nada mal que este debate público sobre
nuestra historia resulta catalizado por una figura como la del Che. Podemos
decir, sin engaños de ningún tipo, que contamos con la autorización de Cooke y
Tosco para el emprendimiento. El trazo grueso se facilita y a un tiempo posee
vacunas contra la simplificación. Lejos de le perfección , las discusiones
vigentes dejarán huecos notorios y confusiones de fuste, pero pueden generar un
aporte significativo para las nuevas construcciones y proyectos; del
aprovechamiento profundo de las formas comunicacionales a disposición depende
también que la experiencia aplicada, en lugar de promover imitaciones o cargas
fastidiosas, reimpulse un razonar que conjugue acontecimientos amplios y hondos
con desafíos propios del tiempo que transitamos.
El Che Guevara trae consigo ideas-fuerza que rasgan
concepciones anquilosadas y obligan al replanteo constante. Habla del Hombre
Nuevo y cuando muchos se excitan ante el hallazgo del nuevo Quijote, enfatiza
la necesidad de trascender las formas económicas capitalistas para que La
Voluntad tenga donde asentarse. Propone la guerra de guerrillas y cuando
algunos pretenden encontrar allí el fin que justifica los medios, pide la
palabra e informa que “no hacemos esto porque nos gusta sino porque es
necesario”, en tanto impone normas éticas para el despliegue de la violencia
popular. Tiene una pobre visión del recluta ebrio que se humilla ante generales
ajenos, y cuando tantos aprovechan para denunciar/apoyar su “elitismo” patea
las mesas ratonas y remarca su amor infinito por los pueblos.
“¿Está el pasado tan muerto como creemos?” se
pregunta el anticuario de Breccia en la obra de Héctor Germán Oesterheld. Quien
ha seguido estas líneas hasta aquí puede suponer que nuestra respuesta es un No
rotundo. A decir verdad, pensamos que la réplica adecuada es: depende de
Nosotros. Volver a sentir, y aprender a saber, que los seres humanos podemos
modificar el mundo en que vivimos, es un paso formidable, precisamente, para el
inicio de ese cambio. Las derrotas, aunque tangibles, han exasperado la
depreciación de las propias posibilidades, lo cual nos ha convertido en
hipocondríacos, asmáticos artificiales que violan una regla básica de la vida y
la política: camina otro kilómetro. El asmático Guevara, con su gran cigarro,
contribuye a corroborar una certeza vigente del materialismo bien entendido: el
superhombre no existe, y los hombres comunes pueden concretar hazañas
asombrosas.
GF/
Incluido en el Libro “Che, el argentino”. Ediciones
de Mano en Mano, publicado en Buenos Aires en noviembre de 1997.
En 1997, Coordinador Cátedra Che Guevara en
Sociales de la UBA y director periodístico del diario de Madres. Ya existía La
Señal como programa de radio.