Por Gabriel Fernández *
Hace tantos años ya, al conocerse el “escándalo” suscitado por un representante comercial argentino en el exterior y ventilado por el diario La Nación, don Arturo Jauretche planteó y pidió a sus compañeros tomarse un rato, aprovechar la criolla costumbre de tomar mate y disponer de un espacio interno reflexivo para preguntarse: ¿y esto? ¿de dónde sale? ¿a quién beneficia? ¿a quién perjudica?
En aquél entonces, el funcionario –según la información vastamente difundida- había protagonizado, borracho, un penoso incidente en un tugurio impresentable de la India. En vez de quedarse con esa narración, el sagaz polemista indagó. Días después, tuvo otra información: el involucrado estaba en colisión comercial con Gran Bretaña por defender la exportación de productos textiles argentinos en un mercado que los ingleses consideraban propio y exclusivo.
Es más. El episodio se registró en un restaurante de gran categoría. Es más. El funcionario argentino no estaba ebrio, sino que cenaba serenamente con su familia. Y es mucho más: el escándalo lo protagonizó el representante comercial británico, quien le echó en cara, precisamente, meter las narices donde no debía. La historia llegó a los diarios argentinos a través de la óptica británica y fue reproducida intencionadamente.
Claro está, durante largo tiempo, la difusión estuvo acompañada por consideraciones bien propias del lector de La Nación: así somos los argentinos, dando espectáculo en todas partes, es increíble que se designe a tipos así como funcionarios, qué vergüenza para el país. Presionados, aquellos que no compartían las ideas del diario de los Mitre, igual cedían: no hay que ser negadores, lo que está mal, está mal; ese hombre debe ser relevado de su cargo.
No había internet. El funcionario no sabía el mar de fondo que se había armado en el país. Cuando volvió, pocas semanas después, pensaba ser lo que era: un tenaz defensor de los intereses industriales nacionales, que no aceptaba presiones británicas. Fue recibido como un truhán, descalificado por propios y ajenos, que creían a rajatabla en la versión de La Nación. Así, un buen delegado local en el exterior, quedó manchado para siempre como un borrachín que utilizaba fondos públicos para sus trapisondas extemporáneas por el mundo.
Sería llegar muy lejos solicitar hoy pruebas de la Comisión Investigadora del Capitán Gandhi, así como resultaría innecesario requerir datos fehacientes contra Juancito Duarte. O averiguar el destino de los lingotes de oro que Juan Domingo Perón habría ayudado a evacuar del Tesoro Nacional en su beneficio personal. Pero quizás resulte interesante conocer los resultados de las investigaciones registradas en el Brasil sobre las gestiones de Luiz Inácio Lula da Silva y Dilma Rousseff.
Por eso, frente a las operaciones mediáticas conocidas, con la insistencia necesaria para ocultar informaciones veraces y sencillas sobre el gigantesco ajuste económico social, queremos recordar una premisa que se ha corroborado en la historia y se verifica día a día: los corruptos son ellos.
El contrabando, la Baring Brothers, los bonos de Alvaro Alsogaray, la deuda contraída a instancias de José Alfredo Martínez de Hoz, las privatizaciones en la era de Domingo Cavallo, el megacanje y el blindaje, la fuga de divisas, la evasión y el lavado en las firmas off shore, resultan episodios innegables y vigentes de nuestra trayectoria como nación saqueada.
La política no se asienta en el debate sobre la honradez de tal o cual dirigente. ¿Alguien dejaría de respaldar un proyecto independentista y asentado en la justicia social porque un subsecretario se quedó con un vuelto? Sin embargo, aún cuando pretendan jugar en ese terreno, el movimiento nacional y popular lleva las de ganar. El eje de la discusión está en qué Proyecto comanda el país: uno relacionado con la inversión y el mercado interno o uno vinculado a las finanzas y la exclusión.
Ese es nuestro debate. Empero, si anhelan situar las cosas en otro flanco, también hay herramientas contundentes para golpear a una franja oligárquica que ha hecho del delito una práctica común. Y del diario La Nación, su promotor, su defensor y –también- su beneficiario.
Resulta visible que el ex vicepresidente Amado Boudou despertó la furia de las corporaciones financieras cuando promovió la recuperación estatal –por tanto pública- de los fondos pertenecientes a los jubilados. Boudou transita hoy la vida nacional explicando que no tuvo que ver con un amigo que estaba casado con una señora que lo acusó de querer comprar una empresa que no compró con fondos que le habría facilitado el funcionario.
Resulta autodefensivo volver a Jauretche para mirar el futuro. Ya está bien de campañas que no sólo convencen a los que anhelan justificar la tristeza de sus recursos mensuales en las corruptelas del ciclo anterior, sino en la misma militancia nacional y popular que, atosigada por la cerrazón informativa, considera válido salir a pedir prisión para los dirigentes señalados por el diario La Nación como deshonestos. Nos preparamos unos mates y pensamos este duro presente: el 70 por ciento de la sociedad argentina evalúa que la situación económica está entre “mal” y “muy mal”. La pugna sobre el diagnóstico del origen de los problemas, es central.
Para terminar, sinceridad plena. Este periodista se pregunta, como lo ha de hacer usted, lector: “¿seré un tonto que defiende corruptos? ¿no me conviene decir que los kirchneristas son ladrones y yo no tengo nada que ver y qué me importa que vayan presos? ¿me estoy jugando el prestigio en beneficio de un grupo de pillos?”. Y me respondo: “No, en verdad, como dependo de mi trabajo, soy un vivo, que defiende el Proyecto Nacional. Mi familia no tiene empresas en Panamá. Si no hay mercado interno, no tendremos trabajo. Y las manchas sobre quienes levantan las banderas de mi pueblo, contribuyen a dañar ese proyecto”.
Eso es lo que quien esto escribe, piensa. Guste a quien sea.
Director La Señal Medios / Area Periodística Radio Gráfica