Por Gabriel Fernández *
Un artículo pensado hace rato, impulsado por un reciente diálogo con los colegas Julio Fernández Baraibar y Guadi Calvo, y que sirve de preludio a un programa especial destinado, precisamente, a esos asuntos.
Esta es una nota difícil. Aunque el lector está acostumbrado a recibir de nosotros planteos que nos diferencian de la opinión promedio, este texto puede resultar irritante. Es probable que se evalúe insensible frente a las necesidades humanas. Pero bueno, es lo que pensamos y allá vamos.
La queja es un estado espiritual. Aunque puede derivar en una protesta y aunque la misma resulte justa, la queja, la amargura ante situaciones que podrían ser mejores, va mucho más allá de los datos numéricos y las realidades personales y circundantes.
Sin embargo, en períodos durante los cuales el país se hunde, la queja entorna la protesta y le da fundamento a la lucha. Contribuye a un medio ambiente explicable, razonable. Va entonces la primera aclaración: la queja no es protesta, ni mucho menos, lucha, combate, pelea.
La queja es queja. Ahora bien: si la misma se reitera de continuo en un tramo nacional creciente, con ventajas comparativas destacables con respecto a cualquier punto del mundo, estamos ante una combinación de alienación, autoboicot, ingratitud y boludez.
Excluyo de este panorama a quienes tienen problemas de salud, o viven condiciones misérrimas por injusticias preexistentes y no resueltas. Pero usted ya sabe que no me refiero a ellos. Hasta sería justo excluir también a los dirigentes opositores que, al menos, pierden protestando. Esto es, poniendo mala cara ante el público.
Esta nota es difícil porque es un cuestionamiento duro, esencial, al ciudadano promedio en la Argentina. Ciudadano que cree vivir mal en una nación donde existen una serie de beneficios invalorables que son raros de hallar en otros puntos del planeta, cercanos y lejanos.
Empecemos por algunos puntos que resultan, curiosamente, condenados por numerosos beneficiarios directos e indirectos. En la Argentina hay paritarias para los trabajadores en blanco y hay programas sociales para los precarizados. Hay jubilación, para todos.
En buena parte de Nuestra América, en casi toda Africa, en algunas zonas de Asia y ahora, con la crisis, en partes de Europa y el Norte de América, no hay nada de eso. Pero tampoco hay factores que contribuyen al ingreso promedio: subsidios al transporte, al agua, al gas, a la electricidad. Estos aportes estatales llevan a que los gastos fijos familiares resulten bajos.
Esos gastos están amparados por el tramo inicial de la descripción: uno de los salarios más altos del continente; y ahora que se habla del “alza” del desempleo, es bueno decirlo: aún con la reducción de un punto y medio en el último período fiscal, con una tasa de empleo elevada en parangón al promedio continental y mundial.
Aunque faltan muchas cosas en estos rubros, es preciso señalar que existen salud y educación de carácter público y gratuito. Es de uso corriente hablar contra esas prestaciones sin señalar que, con todo, en la mayor parte de los lugares mencionados, no existen. Es decir, a excepción del centro europeo y algunas regiones asiáticas, no hay en el planeta salud ni educación públicas y gratuitas.
Las paritarias, los planes, los subsidios, las prestaciones generales, no sólo benefician a un sector mayoritario de la población, sino que llegan indirectamente a comerciantes y fabricantes (que se quejan amargamente de todos los puntos mencionados), al ampliar la cantidad de compradores.
Ahora bien, si lo que se señala es que no importa lo que pasa en otros lugares si no el cuadro comparativo con el propio desarrollo, bueno, vamos a ello. El último lustro de los 90 y el primero del siglo en curso delatan la realidad con contundencia. Y aquellos que manejan cifras finas, que evalúan necesidades de consumo por etapa, saben que tampoco puede menoscabarse el presente con respecto a la situación de la década clásica de nuestro peronismo.
Hectolitros de personas paseando por los centros de las ciudades en horas avanzadas, una apreciable presencia en bares y restaurantes, esplendor de producción teatral, cinematográfica y editorial, presencia de la computación en una cantidad apreciable de hogares, elementos de refrigeración y calefacción sofisticados, televisores, celulares, vestimentas, son apenas trazos a modo de ejemplo que pueden constatarse día a día.
Un mundo en recesión observa con cierto azoramiento este bienestar sureño devaluado por muchos de los mismos beneficiarios. Y nosotros, que venimos de regiones laborales humildes, que hemos padecido tiempos desesperantes y por tanto sabemos de lo que hablamos, escuchamos a diario el estúpido mantra sobre lo mal que estamos.
Desde la tele se califica a la Argentina como país “invivible”. El vecino que cena en la vereda a las 22,30 hs afirma que “no se puede estar, no sabés si volves vivo a tu casa”. Y el amigo que retorna del trabajo, antes de encender su aire acondicionado subsidiado señala “lo que se roban estos tipos” para luego dejarse caer y destapar un buen vino.
Porque hasta el buen vino que en la Argentina se cotiza no más de 50 pesos –pagan más porque ahora son exquisitos- en cualquier otro país cuesta una fortuna inalcanzable para el promedio. Y antes de cenar, el taxista deja corriendo el agua; total… es agua y acá (sólo acá) es gratis. Pero se queja, amargamente, de lo mal que se viven en la República Argentina.
Ya no cabe solamente comparar con zonas sumergidas. No pedimos una vara que adopte como medida a Haiti o a Honduras. Veamos Mexico; o España; buena parte de Francia; las miles de poblaciones norteamericanas hundidas desde las reaganomics. Y hasta podríamos incluir el costo social del crecimiento asombroso de la gran China.
El promedio de la población argentina vive mejor que en esos lugares. Y mejor no hay, salvo que en otra galaxia se haya descubierto la civilización ideal. Pero una parte enorme de ese grupo humano se queja tristemente; desafiando un eventual castigo celestial para los ingratos, lamenta su destino como si realizara trabajos forzados.
Lo que es más: señala que quienes afirmamos estas cosas leemos un falso “país de las maravillas”; somos tontos que nos conformamos con poco. Negamos la “realidad”. Seguramente esas personas evalúan que sus merecimientos los habilitan para llevar el nivel de vida de Carlos Slim, George Soros, Jennifer Lopez o Diego Armando Maradona.
Lo único rescatable de este panorama resulta ser el dolor autoinflingido: todas estas personas que andan de acá para allá, con los factores básicos que posibilitarían una vida feliz, tienen la amargura que merecen. Efectivamente, se condenan a la infelicidad sin razón y de ese modo se imprimen previamente el castigo que una justicia posterior tal vez les tenga reservado.
Era una nota difícil, como habrá observado, lector. Si usted ama a este país y valora lo que hemos logrado entre todos, tendrá algunos puntos de contacto con lo afirmado. Si no es así, el texto que aquí concluye será una nueva preocupación, otra bronca, otra evidencia de lo mal que está la Argentina. En ambos casos, habrá cumplido su objetivo.
*Director La Señal Medios / Area Periodística Radio Grafica FM 89.3