Por Gabriel Fernández *
La mirada hacia dentro (el antiguo
consejo sobre la necesidad de conocerse), suele tener una importancia pública
más intensa de lo que se admite.
Cuando una persona cree ser más de lo que es, tiene dificultades para crecer;
pero además, una fuerte tendencia a responsabilizar a su entorno, especialmente
a su país, por su frustración.
Si la crisis agobia, como en el último tramo de los 90 y el arranque del siglo
presente, esa demanda enlaza con las de todo un pueblo y se mimetiza con las
exigencias de justicia, con el requerimiento de igualdad de oportunidades.
Pero cuando las compuertas se abren, el pueblo da batalla y el desarrollo se
palpa, el autoengañado se enfrenta con sus propias limitaciones. Le quedan
pocas excusas para no hacer algo bueno con su vida… y entonces se indigna
enormemente.
Y grita: que termine este horrible ciclo de progreso y volvamos a la letanía de
quejarnos de un país trunco. Con sus bancos y sus corralitos, con su
desindustrialización y su desempleo, con sus gobernantes impresentables y su
humillación internacional. Ahí calza bien la personalidad del frustrado.
Veamos. Si se hiciera un sondeo elemental de gustos y costumbres de los
ciudadanos que marcharon contra el gobierno el jueves pasado, se podrían
averiguar algunos datos relevantes.
Por ejemplo, esos personajes se piensan más cultos que el resto, pero tienen un
bajísimo nivel de lectura, información y formación. Saben – sienten pero no
admiten, que el pueblo más humilde ha aprovechado la educación pública, los
cursos gratuitos, las charlas abiertas, los folletos que reparten los pibes, la
web, la radio y hasta la tele para forjarse una idea más interesante del mundo.
Es sencillo: En Capital Federal, de la Avenida Corrientes hacia el Sur es
posible encontrar personas con una actitud más franca y más sabia, algo que se
percibe al menor contacto, mientras que sólo andando hacia el Norte uno halla
seres reconcentrados y fastidiosos, expectantes más allá de su edad, de la
trivialidad rockera de “no sé lo que quiero pero lo quiero ya”.
La adolescencia es una hermosa edad, pero si se prolonga, convierte al portador
en ridículo. Es curioso, y seguimos con aseveraciones arbitrarias: los jóvenes
respaldan el proyecto nacional y popular, mientras los viejos frustrados, con
adolescencia eterna y agujeros emocionales profundos, están profundamente
ofendidos por este tramo de la historia argentina y suramericana.
¿Que no todo es así? Por supuesto. Siempre aparece algún cusifai que dice “yo
conozco un pibe, de pueblo, que es regorila…” y asi siguiendo. Hay de todo
porque en un conglomerado de 40 millones más vale que tenemos gentes para los
más variados paladares. Pero usted sabe, lector, que en el trazo grueso, la
cosa es así.
Cuando el país crece y se incrementa la inversión en educación, investigación y
despliegue tecnológico, es complicado lograr credibilidad al decir que se
aplasta la cultura, y que el gobierno anula el pensamiento.
Cuando el empleo crece, es difícil argumentar que una persona talentosa “como
yo” (se piensan los cacerolos) no consiguen “el lugar” que creen merecer. ¿Qué
lugar merece cada uno? Por lo pronto digamos que el estudio, el trabajo, el esfuerzo,
han recuperado una porción de lo que se necesita para construir una sociedad.
Los “Ellos” estaban muy cómodos quejándose sin generar ninguna opción atractiva
en sus más diversas actividades; ahora, que tienen la opción de abrir las alas,
se preguntan “¿y qué carajo hacemos?”.
Pero lo que es más grave discursivamente: se saben corrompidos en lo más simple
de la vida cotidiana, mientras lanzan grandes discursos sobre la honradez en la
gestión pública.
Esa franja media alta que rezonga y patalea como si la vida les debiera algo,
concentra el mayor número de evasores, cagadores, estafadores y ventajeros de
toda la comunidad.
Son los que contratan contadores sólo para zafar de sus obligaciones, los que
remarcan los precios preventivamente, los que pasean a los pasajeros por la
gran urbe, los que forman núcleos cerrados en los claustros para que no accedan
talentos que les hagan sombra; ¿eso no es corrupción?
(Entre nosotros, y sin formar parte del planteo general: los que no se pueden
ganar la mina que les gusta, en definitiva, y por eso hablan mal de las mujeres
más interesantes de su ámbito. Y de paso, deprecian la compañía a la que han
accedido.)
Usted conoce, lector, a ese tipo de gente. Hombres poco viriles pero muy
expansivos, Mujeres poco distinguidas pero a la moda. Que me perdonen mis
amigas feministas, pero también ahí se marca la diferencia.
El frustrado clama libertad de expresión pero tiene poco para decir. Grita
“ladrones”, profiere insultos soeces. Señala dictaduras donde hay gobiernos
elegidos institucionalmente; admira empresarios que metieron la mano en sus
bolsillos.
Es que resulta duro mirar hacia dentro. Ese abismo oscuro que hay en la
historia de cada ser humano genera temor y rencor. A menos que se lo acepte,
como diría un buen psicólogo, para avanzar y convertirlo en luz.
Cuando se aprende a decir lo siento, perdón, gracias. Cuando se aprende a amar
lo que se tiene y lo que se puede hacer, la perspectiva cambia y el odio al
entorno que “traba” se transforma en afecto hacia el país que nos contiene.
Y uno se pone a trabajar, en serio y en profundidad, para construir la mejor
familia o el mejor comercio, la mejor banda de rock o el mejor centro de
estudios, la radio más cálida o la pared más recta, las plantas más bellas o la
cena más deliciosa.
¿Alguien cree, en verdad, que los corazones deprimidos que se esparcieron por
la Ciudad de Buenos Aires el jueves pasado, se sienten así por culpa de
Guillermo Moreno? ¿Alguien supone que el empleado que odia su destino ha sido
dañado de algún modo por Luis Delía, Abal Medina, los cronistas de Télam o
Cristina?
Como a todos, me ha tocado escuchar comentarios asombrosos por su mezquindad.
No los mencionaría si no fueran representativos de toda esta franja en
cuestión. Un taxista me dijo “¿a usted le parece que mi vecino cobre 1.800
pesos de jubilación? –Cuantos años tiene, pregunté. –65 o 66, qué se yo… ¡pero
no le alcanzan los aportes! ¡Y le dieron la jubilación!”. De una
kiosquera:--“¿Sabe la plata que cuesta la asignación universal? –Bueno, usted
ahora tiene más clientes que años atrás, señalé. –Yo me gano mi plata
trabajando. --¿Sabe lo que ganaba Repsol cuando tenía YPF, y se lo llevaba al
exterior?” Y así siguiendo.
Hay que ser muy poca cosa para objetar la asistencia. Para, en lugar de
observar el propio desarrollo y potenciar los desafíos personales, hurgar en el
ingreso mínimo de los más relegados.
La historia es larga: el piso de parquet, en las villas no pagan la luz, el
camión y el choripán. El frustrado critica a nuestro pibes, que fueron a
ofrecer su corazón a los inundados. Sin ayudar a nadie nunca jamás en su vida,
el frustrado no piensa rechazar los subsidios a los servicios públicos y al
transporte.
Y cuando está entre los tristes amigotes que alardean de pequeñas hazañas de
dudosa veracidad, lanza chistes sobre Cristina. Y todos ríen, humillándose a sí
mismos.
Es triste llegar a un momento de la vida en la cual se tiene la sensación de
haber perdido la oportunidad. Pero una cosa es una cosa y otra cosa es otra
cosa. Aquellos que padecieron el oprobio de la desocupación impuesta por los
liberales, cuentan con nuestra mano tendida.
Pero los que están usufructuando este crecimiento y lloran amargamente por la
mejoría del pariente modesto, cuentan con nuestro desprecio. El odio es un
sentimiento duro y noble, contracara del Amor, y lo reservamos para los grandes
organizadores del descontento.